Pensaba que no hacía tanto tiempo de cuando volvía del
colegio y me plantaba delante de la televisión a ver Barrio Sésamo. No había
nada como soltar la mochila, coger la merienda y plantarse delante de la tele a
ver a Espinete y sus amigos. Con la llegada de las televisiones privadas, el
abanico se amplió y pasé a disfrutar de Rita Irasema y Miliki. El ritual no
había cambiado. Quizás los ingredientes de la merienda, dejando de lado el
fuagrás por los bollicao, que había que conseguir forrar los libros de texto de
sociales con las pegatinitas de los toi. Era la época de Campeones, de Juana y
Sergio, de apagar la tele y bajar a la calle a hacer el cafre. Así pasaba las
tardes. Garabateando a toda prisa los deberes para poder ponerme a diseñar las
equipaciones de mis chapas, con las que fardaría al día siguiente en el
colegio.
Con el tiempo dejé de prestarle atención a la televisión.
Tenía otras preocupaciones más importantes como aprender a rellenar las
imposibles fichas de los personajes de algún que otro juego de rol. O
plantándome horas y horas agarrado al mando de la Master System o la NES. O
quedando con los amigos para comentar confidencialmente cómo las niñas con las
que habíamos crecido empezaban a convertirse en mujeres. Metiéndonos con ellas.
La manera infantil que tenemos para empezar a asumir que ha cambiado nuestro mundo.
El caso es que acabé dejando de lado la tele y para cuando quise retomarla, me
sentí igual que Rick Grimes al despertar en su cama del hospital y encontrarse
con que el mundo entero se había llenado de zombis. En ese tiempo que anduve
desconectado hubo algún ejecutivo que decidió que ya estaba bien de poner
programas serios. Que no los veía ni el tato. Y así surgió el principio del
fin.
En algún recóndito lugar de Valencia -ciudad que ya tenía
marcada en mi lista negra como cuna del puto bakalao- se produjo un aquelarre y
varios tíos en traje pintaron una ouija en el suelo de una cadena de
televisión, desempolvaron algún viejo libro de brujería y pacientemente
empezaron a invocar uno a uno a todos los demonios conocidos hasta que alguno
aceptó su oferta: sus almas por un pico de audiencia en el late night. Mefisto
o Belcebú o el bicharraco que invocaran escupió fuego. Y sangre. Y flemas. Y
ahí, delante de todos aparecieron sus hijos, enviados a la tierra para
amargarnos la existencia. Los llamaron Mariñas y Karmele. Y llamaron a Ximo
Rovira para moderarlos, o para intentarlo -¡que te calles, Ximo!-. Y ahí
terminó la vida como la conocíamos. Hace ya 15 largos años de aquello, que
acabó llamándose Tómbola y que supuso un punto de inflexión en nuestras vidas.
La televisión empezó a llenarse de belenes estébanes, antonios davides y demás
chusma que fueron el germen de la fauna que ahora puebla los platós de
televisión. Sin ellos, ahora no existiría ni el Tomate, ni la Noria ni MYHYV y
los niños seguirían queriendo ser médicos, astronautas o bomberos en lugar de
chuloputas y chonis.
Y ahora el engendro ya es demasiado grande y demasiado
poderoso para pararlo. El cáncer se ha expandido y ya no sólo son las marujas
las que pierden el seso viendo a la vieja gloria del papel couché vender su
orgullo por un puñado de euros o a alguna chica conseguir sus quince minutos de
gloria por haberse follado a algún famoso de medio pelo. Ahora también tenemos
la versión masculina. Platós llenos de ex futbolistas que pretenden sentar
cátedra con las cuatro palabras que consiguieron aprender a pronunciar entre
partido y entreno. Llenos de tertulianos de bar reclamando el trono de Hume o
Descartes, sentando cátedra con cada patada al diccionario. Como he dicho, ya
es demasiado tarde y sólo nos queda celebrar el decimoquinto aniversario de
cuando la televisión en España se convirtió en el zombi que hoy conocemos.
¡Larga vida a Tómbola!
No hay comentarios:
Publicar un comentario