lunes, 12 de marzo de 2012

De la Tómbola a la Noria

Pensaba que no hacía tanto tiempo de cuando volvía del colegio y me plantaba delante de la televisión a ver Barrio Sésamo. No había nada como soltar la mochila, coger la merienda y plantarse delante de la tele a ver a Espinete y sus amigos. Con la llegada de las televisiones privadas, el abanico se amplió y pasé a disfrutar de Rita Irasema y Miliki. El ritual no había cambiado. Quizás los ingredientes de la merienda, dejando de lado el fuagrás por los bollicao, que había que conseguir forrar los libros de texto de sociales con las pegatinitas de los toi. Era la época de Campeones, de Juana y Sergio, de apagar la tele y bajar a la calle a hacer el cafre. Así pasaba las tardes. Garabateando a toda prisa los deberes para poder ponerme a diseñar las equipaciones de mis chapas, con las que fardaría al día siguiente en el colegio.

Con el tiempo dejé de prestarle atención a la televisión. Tenía otras preocupaciones más importantes como aprender a rellenar las imposibles fichas de los personajes de algún que otro juego de rol. O plantándome horas y horas agarrado al mando de la Master System o la NES. O quedando con los amigos para comentar confidencialmente cómo las niñas con las que habíamos crecido empezaban a convertirse en mujeres. Metiéndonos con ellas. La manera infantil que tenemos para empezar a asumir que ha cambiado nuestro mundo. El caso es que acabé dejando de lado la tele y para cuando quise retomarla, me sentí igual que Rick Grimes al despertar en su cama del hospital y encontrarse con que el mundo entero se había llenado de zombis. En ese tiempo que anduve desconectado hubo algún ejecutivo que decidió que ya estaba bien de poner programas serios. Que no los veía ni el tato. Y así surgió el principio del fin.

En algún recóndito lugar de Valencia -ciudad que ya tenía marcada en mi lista negra como cuna del puto bakalao- se produjo un aquelarre y varios tíos en traje pintaron una ouija en el suelo de una cadena de televisión, desempolvaron algún viejo libro de brujería y pacientemente empezaron a invocar uno a uno a todos los demonios conocidos hasta que alguno aceptó su oferta: sus almas por un pico de audiencia en el late night. Mefisto o Belcebú o el bicharraco que invocaran escupió fuego. Y sangre. Y flemas. Y ahí, delante de todos aparecieron sus hijos, enviados a la tierra para amargarnos la existencia. Los llamaron Mariñas y Karmele. Y llamaron a Ximo Rovira para moderarlos, o para intentarlo -¡que te calles, Ximo!-. Y ahí terminó la vida como la conocíamos. Hace ya 15 largos años de aquello, que acabó llamándose Tómbola y que supuso un punto de inflexión en nuestras vidas. La televisión empezó a llenarse de belenes estébanes, antonios davides y demás chusma que fueron el germen de la fauna que ahora puebla los platós de televisión. Sin ellos, ahora no existiría ni el Tomate, ni la Noria ni MYHYV y los niños seguirían queriendo ser médicos, astronautas o bomberos en lugar de chuloputas y chonis.

Y ahora el engendro ya es demasiado grande y demasiado poderoso para pararlo. El cáncer se ha expandido y ya no sólo son las marujas las que pierden el seso viendo a la vieja gloria del papel couché vender su orgullo por un puñado de euros o a alguna chica conseguir sus quince minutos de gloria por haberse follado a algún famoso de medio pelo. Ahora también tenemos la versión masculina. Platós llenos de ex futbolistas que pretenden sentar cátedra con las cuatro palabras que consiguieron aprender a pronunciar entre partido y entreno. Llenos de tertulianos de bar reclamando el trono de Hume o Descartes, sentando cátedra con cada patada al diccionario. Como he dicho, ya es demasiado tarde y sólo nos queda celebrar el decimoquinto aniversario de cuando la televisión en España se convirtió en el zombi que hoy conocemos. ¡Larga vida a Tómbola!

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